sábado, 14 de junio de 2014

Socialismo y Crisis en la Roma de Diocleciano (Parte I)


En la entrada anterior hablamos de un periodo "casi" capitalista en la Roma de Augusto, periodo que abarcó buena parte de la pax romana y que se iría diluyendo durante las decadas siguientes conforme el imperio romano entró en decadencia. En ésta ocasión, hablaremos sobre el emperador Diocleciano y el "casi" socialismo que se implantó en dicho periodo.

Como habíamos comentado antes, ese "casi" debe tomarse con mucho cuidado. En aquellas épocas no existían términos como "capitalismo" o "socialismo". No existía ese afán por definir y delimitar cada idea y medida que se aplicara, y la gente no se volvía loca defendiendo (o atacando) alguna de las posturas. Desde el principio hasta al final los regentes romanos se basaron más en criterios utilitaristas que morales (con algunas excepciones), y la gente de igual modo aceptaba lo que viniera dependiendo de cuán bien funcionaba, sin meterse en dilemas morales. Conceptos como "derechos humanos" estaban apenas empezando a permear en la sociedad, y otros como "contrato social" estaban lejos de ser inventados; el estudio de la economía se limitaba a poco más que llevar una estricta contabilidad cuando de las arcas del imperio se trataba, y de finanzas personales y algunos instrumentos financieros si se hablaba de las familias o instituciones privadas. Cuando los romanos implementaron su socialismo, no sabían realmente lo que estaban haciendo, y para ser justos, cuando conquistaron el mundo, tampoco. Vamos a jalar un poco de historia primero, porque sin el contexto no tenemos nada. Así fue cocinándose la situación que tendría que enfrentar Diocleciano para cuando llegara al poder.

Fin del la expansión.


Durante la Pax Romana, la estabilidad en todas sus formas (económica, comercial, monetaria, militar, etc) permitió el rápido progreso de la sociedad Romana hasta niveles nunca antes alcanzados. Si bien es cierto que las políticas liberales permitieron al comercio expandirse por todo el mediterraneo y dentro de las fronteras (con el consecuente aumento en el nivel de vida), también es innegable que las grandes obras de infraestructura, así como el ejército que el imperio necesitaba para mantener la paz, estuvieron siempre financiados en parte gracias a la expansión militar. Cada vez que el imperio se anexionaba nuevas provincias, un caudal de dinero producto del tributo de la región conquistada entraba a las arcas, dinero que era entonces usado para seguir financiando las obras de infraestructura y el ejército. Estas entradas masivas de recursos terminaron subitamente con el final de la expansión militar. Cuando el imperio llegó a su máxima extensión territorial, entró en una nueva situación en la que todo su financiamiento debía ser obtenido dentro de las fronteras. El gran problema de los gobiernos (sean los actuales o los de hace tres mil años) es que se expanden con mucha facilidad, pero difícilmente se contraen. A través de su historia, Roma desarrolló una necesidad de expansión para poder sostener su estructura, de modo que cuando el imperio romano ya no tuvo más regiones exteriores de las cuales financiarse, volteó subitamente hacia dentro de sus fronteras y comenzó a devorarse a sí misma, poco a poco al principio, pero cada vez más rápido conforme la situación fue empeorando.

El imperio alcanzó su máxima extensión en el siglo II. A partir de ese momento,
cualquier financiamiento que necesitara tendría que salir desde dentro de sus fronteras.

Guerra civil.


La gradual corrupción de los emperadores romanos (junto con toda la clase política) terminó llevando al imperio a una lucha constante entre personas hambrientas de poder. Para el siglo III, el imperio romano se encuentra dividido en tres debido a una guerra civil, cada fragmento gobernado por un autoproclamado César (emperador) y cada César combatiendo a los demás para comerse todo el pastel. La anarquía (en su acepción más común, esto es, el caos) recorría todo el mundo conocido. La debilidad del poder central hizo que los bárbaros de las regiones exteriores del imperio se abalanzaran sobre la antes invencible Roma desde todas las direcciones. Los Césares estaban más interesados en hacer la guerra con sus homólogos que en defender a sus ciudades de los bárbaros, y por si no fuera suficiente, los gastos de la guerra requerían de impuestos crecientes, lo que aceleró cada vez más la destrucción del tejido productivo (ya sea por los impuestos o debido a las invasiones).

Facciones en disputa por el poder (siglo III).

Inflación.


La economía romana se basaba en el concepto de dinero-mercancía, esto es, monedas que tenían un valor tangible debido a su composición de metales preciosos. Las tres principales monedas que acuñó el imperio fueron el aureo (hecho de oro), el sestercio y el denario (estos dos últimos hechos de plata). Salvo muy contadas ocasiones, el imperio nunca tuvo un erario rebosante de dinero, y dado que los impuestos podían hacer muy impopular al emperador en turno, la tentación de buscar otras fuentes de financiamiento era grande, de modo que para hacer frente a las necesidades de efectivo, el imperio tuvo siempre una política de degradación de la moneda, es decir, alterar de manera consciente la composición de ésta (agregando metales de menor valor o reduciendo el tamaño) para poder crear más monedas con la misma cantidad de metales preciosos. Con esto el imperio podía seguir realizando pagos, pero debido a que al final tienes más monedas en circulación, éstas comienzan a perder su valor, lo que provoca un efecto inflacionario. Para cuando Diocleciano llegó al poder, el aureo tenía solamente el 66% de oro de lo que tenía en la época de Julio César, y el Denario, que en su mejor momento era casi exclusivamente de plata, ya no contenía más del .02% de éste metal. ¿Resultado? una escalada de precios de 15000% en un periodo de 80 años, y la devaluacion casi total de la moneda, con las lógicas consecuencias para la economía.

Impuestos.


La manera más directa que tenía Roma para cobrar impuestos era mediante el impuesto directo al ciudadano como el impuesto a las tierras y propiedades. Como medios indirectos, se tenían los impuestos en las importaciones y exportaciones, que debían pagar los comerciantes si querían entrar o salir de los puertos romanos. En contraste con el 33% aproximadamente que pagan los ciudadanos de las democracias modernas, los romanos pagaban en total un 5% de su riqueza en las mejores épocas del imperio, lo que era suficiente (otra vez teniendo en cuenta el financiamiento extra que se obtenía de la expansión militar) para financiar las obras públicas y el ejército (que gracias al liderazgo y estrategia de sus generales, podía mantener el orden en todo el imperio sin incurrir en gastos excesivos). Conforme pasó el tiempo, los impuestos fueron aumentando hasta llegar a niveles insostenibles. La expansión de los impuestos fue motivada por varias causas: el aumento en los subsidios al desempleo, los crecientes gastos de guerra de parte de las facciones en disputa, el aumento gradual de la burocracia y el final de la expansión militar contribuyeron a que el imperio aumentara cada vez más sus exigencias recaudatorias.

Bajo el periodo de Augusto, la tasa de impuestos era fija para todos (pagabas lo mismo independientemente de cuánto dinero tuvieras), política que fue gradualmente desplazada por impuestos progresivos conforme el imperio fue necesitando cantidades crecientes de dinero. Estos impuestos progresivos estuvieron motivados por muchos factores excepto el de la justicia social. Todo emperador que quisiera conservar la vida durante un periodo de tiempo razonable debía entender perfectamente que la opinión pública resultaba fundamental para mantenerlo donde estaba. Un emperador impopular podía ser fácilmente asesinado, como fue el caso de Calígula o Neron, de modo que cuando el imperio necesitaba dinero, aumentar impuestos a las clases bajas o medias resultaba peligroso, si no es que suicida. Las clases altas resultaban un mejor blanco a la hora de obtener más dinero de impuestos.

La guerra contra la riqueza.


La creciente presión fiscal sobre las clases altas no estuvo motivada solamente por las necesidades recaudatorias. Casi desde el comienzo, y debido a su estructura, las familias más ricas de Roma eran las portadoras del poder político, que recaía en gran medida en el senado. La transición de Roma de la república hacia el imperio hizo que el poder político cambiara de manos, siendo el senado poco a poco desplazado por la figura del emperador.

Debido a que el senado era la única institución que podía limitarlos, los emperadores concentraron cada vez más energía en quitarle su poder, y la manera más directa para hacer esto era quitandole su riqueza. Con esto los emperadores mataban dos pájaros de un tiro: quitaban poder a sus "enemigos" y al mismo tiempo hacían entrar dinero a las cada vez más hambrientas arcas públicas. Las familias más ricas de Roma vieron aumentar la presión recaudatoria hasta niveles confiscatorios conforme los emperadores consolidaban su poder. Ante dicha presión, los miembros de las clases altas se refugiaron en valores más pequeños y portables para poder esconderlos del recaudador de impuestos. Las familias ricas dejaron de invertir en cultivos, granjas, talleres y comercios (que eran fácilmente identificables y gravables) y comenzaron a atesorar y guardar sus riquezas en forma de metales, piedras preciosas y otros artículos de alto valor. Al final, el sistema tributario implosionó y los impuestos que el imperio obtenía de las clases altas se fueron a mínimos. Ya solo quedaban dos clases de ricos: los que eran amigos del imperio (y por lo tanto intocables), y los que ya habían escondido del recaudador lo poco o mucho que les quedaba de riqueza. El imperio ya no obtendría más de ellos. No pudiendo exprimir más a las clases altas, y dado que los gastos de la burocracia se mantenían en los mismos niveles, el imperio volteó hacia las clases medias para cubrir el hueco fiscal que dejaron las clases ricas en retirada; cuando la clase media terminó por abandonar también el tejido productivo, le tocó el turno a las más bajas.

La guerra contra la riqueza la sufrieron, como siempre, los individuos más pobres de la sociedad romana, que pasaron de tener poco a no tener absolutamente nada (en contraste con las familias más ricas, que pasaron de ser inmensamente ricas a ser ricas a secas). A esto sumemos la depreciación de la moneda producto de las políticas de degradación, y para el siglo III obtenemos un tejido productivo totalmente destruido y un sistema tributario colapsado, a tal nivel que el imperio ya había abandonado cualquier intensión de guardar las apariencias y tomaba los recursos directamente, siempre que los necesitara y de donde pudiera sacarlos. El recaudador (acompañado a menudo por miembros del ejército) entraba en las pocas granjas que quedaban y tomaba vacas, cerdos o cualquier otra cosa que pudiera llevarse. Entraba a las casas y se llevaba alhajas, tejidos y demás riquezas. La gente solo podía ver con impotencia cómo lo poco que le quedaba le era robado de manera impune.

El abandono de las ciudades.


Hubo una época en la que la ciudadanía romana era lo más valioso que una persona en el lado occidental del planeta podía obtener. Los bárbaros de las fronteras del imperio escuchaban de sus abuelos las historias de la ciudad eterna, de sus acueductos, de sus maravillas de ingenieria, de sus legiones invencibles y sus ciudades inconquistables. Sólo podían imaginar lo que significaba ser ciudadano romano y con ello ser el propio dueño de su vida y de su destino. Para el siglo III esa época ya había quedado atrás. En estos nuevos tiempos, ser ciudadano romano significaba pagar más impuestos, significaba vivir en ciudades cada vez más decadentes y propensas a sufrir invasiones. Era tener que lidiar con la corrupción en todas sus formas, el tener que sobornar funcionarios para que se le permitiera trabajar su tierra, luego sobornar al inspector para poder vender sus mercancías en el mercado y luego dar dinero al asaltante para poder llegar con vida a casa. Era tener que soportar los aumentos de precios y la cada vez más acuciante escasez de productos. Ser ciudadano romano era una mierda, y debido a esto, llegó un momento en el que el flujo migratorio, que siempre había sido desde las provincias hacia las ciudades, cambio de dirección: la gente comenzó a abandonar las ciudades para probar suerte en el despoblado, en las aldeas, en los territorios bárbaros de las provincias exteriores. El sueño americano no era nada nuevo, lo inventaron los romanos: y también a ellos les tocó verlo desvanecerse.

La llegada de Diocleciano.


Crisis. Esa era la palabra que describía al imperio cuando Diocleciano (llamado el último gran emperador romano) llegó al poder, en el año 284 D.C. Apenas 10 años antes el emperador Aureliano había conseguido acabar con la guerra civil, y esa era realmente la única buena noticia entre el caudal de problemas que Diocleciano tenía enfrente. Para resolverlos, recurrió a una serie de medidas extremas, pero seguramente necesarias. De las medidas que tomó Diocleciano para remediar la crisis, así como de las consecuencias históricas que tendrían hablaremos la siguiente entrada.

(continuará...)